
El día que Franklin llegó fue distinto, como todos. A decir verdad, llegamos juntos, yo desde Buenos Aires, él desde el supermercado. No podíamos llevarnos mal porque los dos entramos a un espacio hostil. La diferencia era que yo sabía qué esperar de los sujetos al mando.
Durante mi ausencia en la habitación las cosas empeoraron y la salida, claro está, fue aliarse al nuevo compañero de pinches. Así, retornamos, felizmente, al orden que tanto izquierdista había caotizado.
Frankie, para los amigos, dice haber sido un gran estadista del siglo XX. Cuenta que ganó no sé cuántas elecciones y que sacó adelante a todo un país después de una gran depresión. Yo no tengo motivos para dudar de su verdad puesto que en el mes que llevamos conviviendo satisfizo, con creces, mis expectativas: me regaló estantes para mi biblioteca, subvencionó un nuevo perchero para el espacio común y se encargó de concertar ciertos pactos de tolerancia mutua con nuestros queridos hostigadores de siempre.
En la actualidad, gozamos de una tranquilidad extraña, casi ajena diría. Y no es que no quiera disfrutar del presente pero algo huele mal en Dinamarca... De momento, se mantiene la actitud amiguista y, salvo que algún factor externo interfiera, el pronóstico indica tiempo a favor... al menos por las próximas semanas.