El pueblo es un pasaje. La entrada... curiosa, una playa de estacionamiento. Hacia el final, un barranco que va a dar al mar. A lo largo del camino están las casas (de esas que parecen aptas para que vivan familias), una iglesia, bares, cervecerías, taperías, y que no falte el club barrial que invita al señor pueblerino a continuar con la ingesta alcohólica. Cruzo una explanada que, sospecho, hace las veces de foro público o plaza.Recorrí con ellas la ruta. El pueblo es una pasaje al costado del mar, se ve profundo desde arriba. Por momentos, parece que el agua va a tomar la tierra, pero sabemos que no. Los buques industriales entran y salen al otro lado de la bahía, por éste, los nenes juegan a ver quién cae mejor parado, como si de una pileta de aguas claras se tratara.
Vamos y volvemos. El pueblo es un pasaje al costado del mar, con un pedazo de cielo privilegiado, y la palabra no es burda. La captura es casual, pero no el sentido.¿Cómo perder de vista el momento en que la luna quedó atrapada entre dos encordados celestes, justo cuando aquel avión a chorro pasaba disparado como cohete que escapa de su órbita?
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Iba yo entre laberintos internos cuando recordé el sonido que brilla, ese que escucho sólo con acordes que (me) vuelan. Y brillé.