En un arrojo de confianza con mi público lector, voy a contar un secreto de esos inconfesables: a mí no me gusta hablar de literatura.
Es una moda que se instaló en mi vida en el momento en el me sentí dentro de la marimba de la carrera de la que todavía no me puedo desprender, Letras. Quizás forme parte del complejo de salmón que me diagnosticaron hace años, pero no, no lo soporto, y a veces me causa reacciones alérgicas.
Lo detesto y, además, no sé prácticamente nada del tema. Me olvido, es un mecanismo de defensa automático. Vuelvo a casa y la biblioteca está plagada de libros que leí o quiero leer, y cuando se produce el acto juro que lo disfruto, que me genera placer, y hasta sensaciones orgásmicas podría decirse de algunos casos. Pero no, no me entusiasma hablar de literatura. Soy una persona bastante egoísta con ciertos placeres personales.
Me gustan los testimonios, me gustas las vueltas antropológicas, las miradas sociológicas, los giros con uso social de base literaria. De eso puedo escribir, de eso puedo charlar, me emociono, me apasiono y lo comparto. En eso me vuelco, ya no es hablar de literatura para mí.
No me pregunten por las últimas tendencias, no me pidan recomendaciones... nunca le pego. Soy una pésima celestina del arte de las letras, un fracaso total.
No se espere eso de mí, a nadie le gusta decir que no, y a veces cansa exhibir la propia ignorancia. Letras es más que los cuentos de Cortázar y Borges, que la novela policial y el último Nobel. Letras también tiene otras escrituras, otras voces y muchas objeciones. Además, y por último, no me gusta, y punto.