
El extrañamiento se escapa casi siempre de dónde no esperamos que escape. El extrañamiento nos sorprende a veces, pero otras veces (y está bueno, y es válido), nosotros salimos a ver si lo sorprendemos.
Desde hace unos días gozo a diario de extrañarme con la belleza de los lapachos de mi cuadra. Como casi todo lo que pasó este año, los lapachos llegaron antes, pero, a pesar de su destiempo, están aguantando las rarezas del clima iverno-primaveral y parecen tener toda la voluntad de estar presentes hasta el día 21 del mes. De cualquier modo, empiezo a preguntarme si seré capaz de tolerarles la ausencia.
Los lapachitos y sus ramales me filtran. No me pierden, cada vez que los veo me siento filtrada y luego infiltrada. Confundida, trasladada, levemente desfigurada. Ahí está el extrañamiento.
La conclusión (y cómo no sacar al menos una en esta tarde de ocio): extrañamiento y filtración van de la mano. Me voy (o me sacan) del lugar cotidiano llevándome a un espacio otro, habiendo tenido que dejar parte de mis constituyentes en la puerta, para recuperarlos (o no) a la salida.
Me gusta, me gusta mucho filtrarme, pero me resisto a la incertidumbre de no encontrar el camino de vuelta y eso, amigos, pesa. Mientras busco modos alternativos de destruir mis defensas, disfruto de las filtraciones, siempre oportunas, que encuentro entre reja y reja.